Pinochet y el arte chileno

Gonzalo Garay Burnas, abogado y escritor.

Gonzalo Garay Burnas.

Las sombras del pasado se ciernen sobre el discurso de los artistas de este lado del mundo, le restan brillo, lo oscurecen. Se dice que el arte es la expresión definitiva y elemental del alma de un pueblo. La frase me hace sentido, al contrastarla con el alicaído panorama cultural detrás de la literatura y el trabajo audiovisual de nuestros tiempos. Por las dudas, en una reciente actividad en la Universidad de la Frontera, le pregunté a Hernán Rivera Letelier, el célebre escritor chileno, si estaba de acuerdo en lo plana y repetitivas de nuestras temáticas, en la crisis de creatividad que creo advertir. No solo adhirió a la idea, sino que colocó a nuestro país muy por debajo de Perú, Argentina y Colombia, entre otras naciones, en lo que a calidad narrativa se refiere. 

Alguna vez me plantee la idea de investigar la cantidad de obras, películas y documentales que tienen por figura principal al expresidente Augusto Pinochet, y a la época del Gobierno Militar como escenario central. Al poco tiempo abandoné la tarea, de dimensiones titánicas. Como las cifras no son lo mío, y el acto tedioso de la enumeración me produce un rechazo natural, simplemente diré que son muchas, una generalización bastante básica, pero no menos real. 

Sin justificar las atrocidades que se cometieron en ese período histórico -lo conozco de cerca, crecí en esos años y fui juez de Derechos Humanos- desafío a mis compañeros de oficio a que diversifiquen sus temáticas, que iluminen sus letras con algo refrescante y novedoso. Pinochet sigue presente en el imaginario de la gente porque la política y el arte no lo quieren soltar, les es funcional para justificar su trabajo; su verborrea recalcitrante o su creatividad mediocre. Los aplausos se reparten entre unos pocos, entre ellos, los de siempre, como un círculo impenetrable de actores de una única obra, que poco a poco van quedado sin público e interpretan la misma versión con el telón abajo y las luces del teatro tintineando, anunciando una penumbra, a un click de apagarse de manera definitiva. 

Que habría sido de tantos autores si no hubiesen apelado, una y otra vez, al panorama político que este mes cumple cincuenta años, ¿de qué nos habrían hablado? Se trataría de voces en permanente hibernación, de seguro no hubiesen destacado, quizá no existirían.  Medio siglo perdido entre debates insulsos, argumentos retorcidos, lugares comunes. La vanguardia no se alcanza si a cada tanto se insiste en mirar para atrás, como un corredor inseguro que ve con pánico como sus contendores se le acercan y amenazan con superarlo, en vez de apurar la marcha y mejorar su esfuerzo. El presente ofrece tanto para contar, tanto material para plasmar una realidad que es salvajemente distinta a los paradigmas del ayer, especialmente ahora, cuando el futuro está encima y la velocidad del tiempo nos exige más; cambios rotundos, mensajes distintos, un encuentro verdadero con ese destino que impone sacudirse de las heridas del pasado, apretar los dientes y volver a levantar un movimiento cultural más noble e inspirador, cercano y certero, libre de complejos, que anuncie la buena nueva de una renovada corriente de pensamiento. El arte debe salir en auxilio de la política, del derecho, para explicitar otras dimensiones del quehacer, otras emociones, con la palabra como bastión de lucha de ese pacto sanador por el que la gran mayoría espera hace bastante rato.

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