La Ley de Usurpaciones requiere (y merece) un carácter más sensato

Francisco Huenchumilla Jaramillo, Senador.

Senador Huenchumilla primer plano

No es nada nuevo: la contingencia, y las preocupaciones más patentes de la ciudadanía, ponen continuamente a prueba el criterio, la responsabilidad o la capacidad de ponderar la realidad de quienes estamos en política.

Para quienes nos desempeñamos, de una u otra forma, en dirigir el Estado desde nuestros distintos cargos o roles, existe una delgada línea entre atender de manera diligente las legítimas preocupaciones de las personas, por una parte; o, por otra, cometer el error de actuar al calor de las circunstancias, las demandas y las pulsiones sociales, aun cuando –de acuerdo a nuestra propia experiencia política, historia o convicciones ideológicas– dichas reivindicaciones no sean siempre las más adecuadas para mantener, o fortalecer, la convivencia y la vida en sociedad.

En el último tiempo, uno de los temas que más preocupa a los chilenos es la seguridad pública. Y en este sentido, esta semana la Cámara de Diputados aprobó en general el proyecto que busca endurecer penas frente a usurpaciones, penalizando con cárcel a quienes ocupen terrenos o inmuebles; algo que, partamos diciendo, a mi juicio sí es muy importante de legislar.

Pero, dicho lo anterior, espero que en el Congreso podamos hacernos cargo del preocupante tenor que este proyecto tomó, amén de una serie de indicaciones que diputados de derecha introdujeron en su Comisión de Seguridad; y que convierten a esta iniciativa en una herramienta peligrosa que puede acrecentar hechos de enfrentamiento, crispación o violencia entre civiles. La parte positiva es que el Gobierno retiró la urgencia, y el proyecto volverá a discusión en la Comisión de Seguridad.

Vamos, entonces, a un par de puntos concretos especialmente preocupantes. El primero es que el proyecto de ley, según las modificaciones que la derecha introdujo y espera aprobar, incorpora por ejemplo una nueva figura de “Legítima Defensa Privilegiada”.
La figura de la Legítima Defensa es de larga data y está incluida en nuestro decimonónico Código Penal. Reza que no serán responsables penalmente las personas que actúen en defensa de su persona o sus derechos, siempre y cuando se trate de agresión ilegítima, actual o inminente, y haya una reacción proporcional a la agresión. Se incluye también el que se actúe en defensa de parientes o terceros extraños; y cuando se actúe para evitar el “escalamiento” en casas, departamentos u oficinas habitados, o cuando se trate de locales comerciales (en ese caso, siempre que sea de noche).

Pero ¿qué propone la “Legítima Defensa Privilegiada” que se busca incorporar en Usurpaciones? En la práctica, abrir la puerta a la autotutela; es decir, aplicar el campo de acción de la legítima defensa a cualquier propietario de un terreno o inmueble usurpado. Permitiría el uso de la fuerza, por parte de un civil propietario, y sin esperar la intervención de la policía, en cualquier caso de ocupación de su terreno o inmueble; sin importar que su vida no corra peligro, y sin importar que su bien no haya estado habitado al momento del ingreso. Es decir, el uso de la fuerza a todo evento.

Es aquí donde asoma una discusión de filosofía política de lo más elemental. Una de las razones fundamentales que justifica y habilita la existencia del Estado, es que una persona cualquiera, por poseer mayores medios de fuerza, o dadas sus características personales, tiene la eventual capacidad de dañar a un otro; lo anterior genera por sí mismo un riesgo intrínseco de convivencia que es necesario regular. Es por esto que, como sociedad, nos damos leyes que regulan nuestra interacción; pero sobre todo, es por eso que otorgamos al Estado, y exclusivamente a él, la facultad de usar la fuerza –la monopoliza y la emplea, pero en situaciones límite, y bajo claras normas–.

Dicho lo anterior, ¿qué pasa si ampliamos –de la manera propuesta– una figura de legítima defensa, excediendo la propia protección personal, de parientes, de terceros, o del lugar que habitamos y se nos invade? Estaremos transfiriendo la capacidad del uso de la fuerza, que actualmente reside en el Estado, a los particulares; y estaremos abriendo la puerta a una lógica de enfrentamiento entre distintos actores sociales. Personas sin preparación alguna en el uso de estos medios, y que actuarán al calor de las circunstancias, guiadas simplemente por las emociones que los seres humanos sentimos en momentos de presión: rabia, temor, frustración o impotencia.

Sin embargo, hay un segundo punto a instalar en el debate: ¿en qué momento un sector de nuestra política plantea un salto cuántico en la legítima defensa, para pasar de permitirla sólo en situaciones de riesgo de vida e integridad física, a fomentar su uso libre como herramienta de protección a la propiedad privada? Básicamente, “si ocupas lo que es mío, hago justicia por mi propia mano”. ¿En qué momento pasa a ser la propiedad privada de terrenos o inmuebles, más relevante que la integridad física o la vida de las personas que, en este caso, se intente desalojar?

Con estos razonamientos, es sensato entonces que desde distintos sectores se plantee este proyecto –en su estado actual– como una “bomba” en materia de seguridad, que acrecentará la violencia, y que abrirá la puerta a la autotutela por parte de civiles.

Y todavía un tercer punto, refiere a la posibilidad de que esta iniciativa acabe “criminalizando la pobreza”. Y si bien desde la derecha argumentan que este proyecto no otorgará facultades, ni al Estado ni a civiles, sobre personas que ocupan terrenos pero figuran en los registros de campamentos, se hace necesaria una delimitación precisa y exhaustiva respecto del punto. ¿Qué pasaría, por ejemplo, con las personas no registradas? Ello sigue como un importante pendiente.

Desde hace algún tiempo, este senador viene advirtiendo de los inconvenientes del surgimiento del populismo penal como fenómeno. En ocasiones, dicho populismo es más inocuo –como cuando se piensa que, por elevar las penas, los fenómenos delictivos se terminarán, lo cual no encuentra asidero en la experiencia aplicada; el efecto es, simplemente, que las nuevas leyes no alcanzan en la práctica el objetivo de reducir esos fenómenos delictivos–.

Pero en esta ocasión, dicho populismo podría incluso traducirse en un riesgo real para la seguridad y la convivencia, que es necesario cautelar. Parece difícil pensar que desde el populismo penal, tan reactivo a la demanda social, se puedan estar promoviendo figuras tan riesgosas como la autotutela. Hago también un llamado a algunos parlamentarios de mi propio partido, que se han mostrado proclives a aprobar una iniciativa formulada en estos términos, para que ponderen los riesgos.

Cuando se trabaja en política, hay que tener plena conciencia de que las decisiones que tomamos en los espacios de poder influyen, para bien o para mal, en la vida de miles de personas. Creo que todo político responsable tiene derecho a disentir, cuando una idea no es, a su juicio, la más conveniente; por mucho eco que la idea, o su matriz, puedan encontrar en el barómetro anímico de la sociedad. Ese es el rol que aquí pretendo reivindicar.

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